«Yo Fui la Mujer del Pípila»: La Crónica que Desafía la Historia Oficial

Un texto recuperado revela la historia no contada del héroe de la Alhóndiga: un indígena mudo, prófugo de una hacienda, cuya leyenda fue forjada en el amor y la rebelión, lejos de los libros de texto.

GUANAJUATO.- En los anales de la historia de México, la figura del Pípila se erige como un monolito de valentía. Un minero anónimo que, con una losa a la espalda, abrió paso a la insurgencia en la Alhóndiga de Granaditas. Pero, ¿qué hay detrás del mito? Un texto recuperado, atribuido a quien se identifica como su pareja, ofrece una versión radicalmente distinta: más humana, más cruda y quizás, más verdadera. «El Rey» presenta esta crónica que desafía la historia oficial.

La noche en que el pueblo enojado tomó la alhóndiga de Granaditas, hubo un gran desbarajuste; entre los que estaban adentro bien atrancados con todo lo que pudieron acarrear de sus casas y los que estaban afuera enardecidos queriendo entrar por lo que decían: les habían arrebatado. El pueblo tenía hambre y no solo de pan, también de justicia. En esos momentos apareció con sus ejércitos un mentado sacerdote a quien todos llamaban don Miguel Hidalgo, y se armó el alboroto.

Dicen que primero pidió la rendición de los que estaban atrincherados, pero necios los gachupines no hicieron caso y el cura ordenó el primer ataque. Llovieron piedras a diestra y siniestra contra la alhóndiga y nada, ni un rasguño al famoso castillo. Se tenía que tirar el zaguán y ahí fue donde mi José, cargando una gran loza en la espalda, pudo incendiar el gran portón.

Después de todo el alboroto, mi José se hizo bien conocido, se dijeron muchas cosas de él: la mayoría puras mentiras, pero a mí nadie me va a contar chismes, porque yo estuve ahí, y para que no se anden por las ramas aquí les cuento mi verdad.

La gente de Guanajuato decía que mi José era de allá mismo, otros contaban que había venido de Morelia con el mismísimo cura Hidalgo. Se decía que era minero, otros aseguraban que era peón de una hacienda, que dizque prófugo de la justicia y que hasta se hacía pasar por vagabundo para andar husmeando entre la tropa de los alzados. También le inventaron muchos nombres y motes, uno de esos me hace reír porque es el nombre de alguien muy importante. Le nombraron José de los Reyes Martínez Amaro alias “el Pípila”. Yo les puedo jurar que es mentira.

Lo del “Pípila” fue lo único cierto. Yo le llamaba mí José porque estaba prohibido llamarnos por nuestros verdaderos nombres: por nuestros nombres de indios para que me entiendan. Mi José como yo, eso mero éramos y nos conocimos en Guanajuato. Después de mucho tiempo, la gente inventó que era minero; mentira, tampoco nació por estas tierras. José se escapó de una hacienda allá por la Santa Veracruz, donde casi lo matan. Era ordenanza de un gachupín que lo obligaba a trabajar en la mentada caña de azúcar sin paga. Un buen día, en plena zafra, aprovechando la quemazón de caña, se escapa de la hacienda. En el camino se halló a un grupo de alzados que venían para Guanajuato con el mismo cura Hidalgo en persona, pero al llegar, mi José ya no pudo más y se quedó tirado donde lo encontré.

A mí me trajeron de Puebla: una señora a quien ayudaba en todo, lo que se dice en todo —hasta con su marido—, ella me enseñó a hablar el castilla. Recuerdo que eran tiempos de tormentas cuando conocí a mi José tirado en un lodazal por los caminos de los maizales. Hasta pensé que estaba muerto. Lo moví y vi sus ojotes negros, luego luego me di cuenta de que era un hombre de bien, pero estaba asustado, muy asustado, débil y herido. Entonces lo llevé a la casa de mis amos, lo escondí y desde ese día lo cuidé.

Pasaron las lluvias y ya no fue fácil seguir ocultándolo, y tuve que rogar a los patrones que lo dejaran quedarse a trabajar. No me van a creer, pero pasó mucho tiempo para que nos entendiéramos porque José nunca pudo hablar. Yo quise enseñarle el castilla y me di cuenta de que lo entendía, pero no decía una palabra. Con unos rayones en la tierra del corral, me explicó todo: me dijo que venía de las montañas totonacas y que en la hacienda donde era ordenanza le habían cortado la lengua como castigo.

José entendía bien el castilla, el mexicano y otros modos de hablar. Desde entonces, nos empezamos a entender con el corazón y se convirtió en mi José.

Estaba necio de ir a buscar a los alzados, pero no hubo necesidad porque en esos días llegaron a Guanajuato con el señor Hidalgo. Mi José se fue por la mañana y no supe de él hasta en la noche que llegó bien apurado, me pidió que le consiguiera un pico y una pala. No sé para qué los quería, hasta que lo miré en el patio de atrás de la casa grande golpeando la cantera hasta sacar una piedra grandota. José salió cargando la piedrota en el pulmón con un mecapal de cuero. Tuve la corazonada que ese día nos iríamos, así es que más rápida que una liebre fui a la casa por una cobija y un itacate lleno de tortillas y me fui tras de él hasta la alhóndiga, donde estaba toda la gente en pleno alboroto.

Cuando llegué cerca del dichoso castillo, mis ojos casi se me deshacen hechos agua porque no hallaba a mi José y pensé lo peor.

La alhóndiga estaba en llamas, la gente corría por todos lados. El corazón casi se me sale hasta que miré a mi José entre el gentío bien tiznado y casi en puros cueros. Por primera vez escuché un ruido que salía de su boca: se estaba riendo, reía y reía a carcajadas. Me jaló de la mano y nos fuimos siguiendo al ejército de los alzados. No recuerdo cuándo paró de reír, lo que no se me olvida fue que la gente me decía “mira, tu marido parece pípila con esa risa” y en lugar de enojarme, también me reí con él.

Esa es mi verdad. Yo fui la mujer del Pípila.

Firma:

Por Corresponsal Digital (Crónica original de Martha González Díaz)

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