La Leyenda de Damiana, la Partera Muda

En el pueblo de «Los Capulines», la vida y la muerte estaban en manos de una enigmática anciana muda y sus tijeras de obsidiana. Una crónica que se adentra en el mito de la última partera, una mujer que algunos llamaban santa y otros, bruja.

MEZQUITAL DEL ORO.- Entre las barrancas de esta región se encuentra un pequeño pueblo conocido como “Los Capulines”. Ahí vive la Damiana, la partera más vieja del poblado, una mujer que ya era anciana desde que los mayores tienen memoria.

Vivía sola en una casucha de palo colorado, bajo el viejo puente del camino a Moyahua. Damiana era la única matrona, y aunque no era la mejor para traer criaturas al mundo, siempre estaba dispuesta. Fue ella quien ayudó a dar a luz a los catorce hijos de la abuela, pero no lo hacía como las demás. En lugar de puntas de maguey, Damiana se valía de unas extrañas navajas negras en forma de tijeras. Decían que eran maravillosas, con hojas delgadas y filosas que separaban el ombligo del vientre sin derramar una sola gota de sangre. Al otro día, sorprendentemente, la herida había cicatrizado.

Damiana era muda. Nadie jamás le había escuchado decir palabra. Tenía unos ojos diminutos y vivaces que brillaban en la oscuridad como los del gato montés; poseía la virtud de hablar con la mirada. Era escurridiza, se escabullía por el sitio menos esperado, podía estar en cualquier lugar y en ninguno.

Las habladurías sobre ella eran muchas. Los que le tenían mala fe aseguraban que era una bruja, que al cortar los ombligos sin hacer sangrar a los niños era porque les chupaba la sangre. Murmuraban que por eso nunca abría la boca, para no descubrir un líquido prieto pegado en sus dientes. Las historias más increíbles aseguraban que, en las mañanas de neblina, se la podía ver brincando sobre los árboles, y que sus delgadas canillas eran las mismas tijeras puntiagudas y negras.

La Damiana ya es muy vieja, tanto como los tepeguajes del cementerio. ¿Qué será del pueblo cuando muera la partera?

Una noche de luna nueva, la vi. Llevaba sus tijeras en las manos, inconfundibles por su centelleo. Me acerqué para ayudarla y sus pupilas grisáceas se encajaron en mi piel. Me sonrió y desapareció en el camino. Desde entonces, nadie la ha vuelto a ver. Su casucha está vacía. Yo fui la última en verla.

Es la segunda noche de luna nueva y no puedo dormir. Tocan a mi puerta. Ha de ser la madre de Adelina, la parturienta. Lo sé porque mis tijeras no dejan de brillar sobre la mesa, ha de ser por la luz de la luna. No sé por qué no puedo pronunciar palabra, pero no importa. Sé lo que tengo que hacer cuando tomo las tijeras. Ellas lo saben todo.

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Por Corresponsal Digital (Texto original de Martha González Díaz)

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