El cuerpo de un danzante conchero yace en un crucero de Toluca. La causa de muerte no es el auto que lo arrolló, sino un adversario más antiguo: la miseria de un nuevo orden que devora a su propia sangre.
TOLUCA.- Quinta Roo esquina con Carranza, 12:30 pm. La luz del sol se expande sobre el pectoral mariposa que el danzante ahora luce inerte sobre el pavimento. El hombre se ha desplomado sobre la avenida en la que será su última batalla.
Los brazaletes de latón, antes verdaderos colibríes aleteando en sus muñecas, se acurrucan lacerados entre las manos sin vida. El bezote dorado ha caído como un águila herida y las orejeras de doble disco brillan como nunca sobre el asfalto. La cabeza inmóvil aún sigue coronada por una diadema que en el pasado fue símbolo de grandeza, solo que ahora sin piedras preciosas.
El hombre ha caído; esta vez no lo derribó ninguna espada, tampoco lo humilló el hierro de los conquistadores, ni el descuido del automovilista que lo arrolló con su BMW. Ninguno de ellos tiene la culpa del último agravio.
Esta vez, el hombre con atavío prehispánico —confeccionado con fibras sintéticas, recuerdo emblemático de un majestuoso pasado— ha sido abatido por un adversario más peligroso; alguien de su misma sangre y en su propia tierra. La afrenta llegó de los constructores del nuevo orden, de los vendedores de la miseria. Esa que no se hereda como el color de la piel.
A pesar del atropello, la diadema ancestral —made in China— siguió sujetando el enorme penacho sobre el cráneo maltrecho. Fue asombroso ver cómo la aureola de plumas multicolor se resistía a perecer ante la inmovilidad del cuerpo. El viento indulgente siguió alentando el vaivén del plumerío, que poco a poco se debilitaba al compás de los frágiles latidos del corazón.
El cadáver, aún sudoroso y requemado por el sol, conmueve a los peatones. Mudos testigos ven al danzante tendido sobre su propia sangre. Nada que hacer. El hombre se ha convertido en otra víctima colateral, diría el discurso oficial. Su piel cobriza, maltratada y con manchones blancuzcos, opaca sus labios amoratados y delata el hambre de todos los días, dibujando una mirada vacía de sueños.
Los pies resecos y agrietados ya no se mueven; hace años que abandonaron el ritmo de la vida. Su cuerpo escuálido deja ver a un ser humano que empezó a morir mucho antes de ser arrollado.
El ritual milenario se apagó cuando el automóvil lo impactó en la espalda. La memoria urbana, último reducto de las culturas migrantes, no olvidará la danza de uno de los hijos de Coyote Viejo. Dará testimonio del día en que uno de ellos emprendió el vuelo hasta perderse en el tiempo, convertido en pájaro mariposa.
La muerte le seguía los pasos cada día. La guardaba bajo las ajorcas, la acariciaba en cada movimiento, en el ritmo de las sonajas y en el vaivén de la nariguera, en el momento en que estiraba la mano para pedir una moneda.
En realidad, el hombre empezó a ser devorado cuando decidió convertirse en danzante de semáforo. Con más de 500 años de agonía, se aferró a la danza como única forma de entender su existencia.
Ya no lucirá la hermosa piel de venado y jabalí. Lejos quedaron los tiempos de gloria. Enterrado quedará el atuendo del hombre jaguar y se olvidarán las gestas épicas del guerrero águila. No volverán a escucharse los cantos del teponaztli; mudas quedaron las caracolas y chirimías de tanto llorar. El huéhuetl se desangró junto a él, en un lamento hueco.
¿Quién llorará por la muerte de los viejos acatlaxques?
Al final de la danza, la muerte acabó con los sueños del último hijo de Coyote Viejo en un crucero urbano.
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Por Corresponsal Digital (Texto original de Martha González Díaz)